martes, 4 de septiembre de 2012

¿Guerra de textos o más bien guerra de sexos?


Opinión: Biblia 02/09/2012
Por: Juan María Tellería Larrañaga

No hay varón ni mujer: porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. (Gálatas 3, 28 RVR60)

Lo digo tal como lo siento: hay conversaciones con ciertos creyentes que me deprimen hasta lo más profundo. Y no suelen ser precisamente aquellas en que las personas cuentan sus problemas o sus desgracias, que por lo general tienen el efecto de suscitar en mí un deseo inmediato de mostrar el consuelo del Evangelio de Cristo, del que todos sin excepción estamos tan necesitados. Son más bien otras de distinto tenor, de otro calibre, como la que hace no mucho mantuve con cierta persona a la que no veía desde hacía años, y que me dijo con toda rotundidad que ya no asistía a los servicios de su iglesia… ¡porque ahora tenían una pastora y a partir de ahí habían comenzado las mujeres de la congregación a predicar y enseñar en público!, algo que, según su opinión, era diametralmente opuesto a la Palabra de Dios.
Al preguntarle si estaba seguro de haber tomado una decisión correcta, su respuesta fue tajante: la Biblia PROHÍBE que las mujeres prediquen o enseñen. Y salpicó su discurso con una serie de citas bien aprendidas tomadas de diversos libros de las Escrituras que venían a apoyar su forma de pensar, dándole una especie de sello divino. Lo único cierto es que ya no se congregaba más con su iglesia, ni con ninguna, y tenía muy claro el porqué.

Si esta persona fuera un caso aislado, una “rara avis”, podríamos obviar el tema con facilidad diciendo que tan solo se trataba de una extravagancia o una obsesión de alguien con problemas peculiares. La lástima es que no lo es. Lo preocupante es que aún en el momento en que redactamos estas líneas un buen sector del cristianismo, tanto de las iglesias históricas como de ciertas denominaciones evangélicas, sigue cerrando obstinadamente la puerta del ministerio sagrado (sea este pastoral en unos casos, o sacerdotal en otros) a la mitad del género humano, es decir, al sexo femenino, o bien en base a una serie de tradiciones muy antiguas y comprensibles únicamente para los tiempos en que se forjaron, o bien, lo que nos parece alarmante, en base a la Palabra escrita de Dios. Lo realmente grave del caso es que algunos exponentes de esta manera de pensar ni siquiera aceptan dialogar sobre el asunto; peor aún, no solo se cierran en banda, sino que incluso exigen a quienes no piensan como ellos una sumisión total a su forma de ver en el momento de realizar actividades conjuntas, como por ejemplo, evangelización pública o emisión de programas de tv. Y yo me pregunto: ¿tienen estas personas derecho alguno a tomar posturas tan radicales? Y también: ¿hemos de adaptarnos siempre los demás a esta manera de entender las cosas cuando en algunas iglesias hay precisamente mujeres que ejercen el sagrado ministerio con gran capacidad y evidentes aptitudes para la proclamación pública del Evangelio?

No vamos a entrar en esta reflexión en el terreno de los psicólogos ni a pretender explicar las posibles razones profundas que vendrían a justificar desde un punto de vista quizás cultural (¿o patológico, tal vez?) esta animadversión visceral al hecho de que las mujeres ejerzan el ministerio de la Palabra y la administración sacramental. Solo pretendemos llamar la atención a las consecuencias trágicas que pueden derivarse de lecturas muy parciales de la Biblia, realizadas en base a un fundamentalismo irracional y a una escasa formación, no ya doctrinal, sino simplemente básica.

Ventear textos bíblicos como aquellos en los que el apóstol San Pablo habla “contra la mujer”, como los clásicos de 1 Corintios 14, 34-35 y 1 Timoteo 2, 9-15, o alegar que en el Antiguo Testamento los sacerdotes eran todos varones, lo mismo que en el Nuevo los Doce Apóstoles, lo único que provoca es la contraargumentación de quienes sacan a relucir la cantidad de versículos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en los que aparecen figuras femeninas destacadas mediante las cuales Dios obró salvación para su pueblo, o que ejercieron ciertos ministerios o gozaron de ciertos carismas, como el profético, en el antiguo Israel y en la Iglesia primitiva. Una guerra textual con todas las de la ley, en definitiva, que edifica poco y puede dividir mucho.

Que textos como los que mencionábamos de 1 Corintios o 1 Timoteo existen en las Escrituras, es indudable, y que no podemos eliminarlos de un plumazo o borrarlos de las ediciones de la Biblia al uso, pues también. Que esos pasajes, como el resto de la Palabra de Dios, tenían una enseñanza y una exhortación muy concretas para sus destinatarios inmediatos, es algo que nadie podrá jamás cuestionar. Y tampoco el hecho de que, si se han conservado hasta hoy, es porque deben seguir siendo leídos, estudiados y profundizados con todas las herramientas exegéticas de que dispongamos en nuestra época. Pero lo que también está fuera de toda duda es que la lectura bíblica que hoy realizamos por la Gracia de Dios a la luz de los principios fundamentales del Evangelio de Cristo nos tiene que conducir a una mayor inteligencia del propósito universal de nuestro Señor, que aflora en los Escritos Sagrados no siempre de manera evidente, no siempre en forma de enunciado lapidario, pero que está ahí. A la cristiandad (¡y es una vergüenza tener que reconocerlo!) le ha costado la friolera de diecinueve siglos el comprender (y cabe preguntarse si lo ha acabado de comprender del todo) que la esclavitud no era algo que Dios quisiera. Sin ir más lejos, las leyes que abolieron esta lacra en nuestro país y sus colonias datan de entre 1880 y 1886, y no se promulgaron sin protestas. En otros países de nuestro entorno europeo la lucha contra el comercio de esclavos implicó un largo período de tiempo en el que incluso eclesiásticos se oponían al desmantelamiento de las bases y los puntos de caza y trata de negros en las costas africanas porque, decían, en las Escrituras se enseñaba la diferencia esencial entre las razas humanas. ¿Y qué diremos del hecho de que las democracias y los regímenes parlamentarios occidentales no han concedido a las ciudadanas el derecho al voto hasta el siglo XX, en algunos casos muy concretos en la década de los 70, y a veces con la oposición de ciertos grupos religiosos fundamentalistas?

Las Escrituras se han esgrimido demasiadas veces, por desgracia, no como lo que realmente están llamadas a ser, sino como una bandera (¿o una espada, tal vez?) de ideologías previas y alienantes del ser humano que se oponían al progreso científico, económico y social, y favorecían sistemas inmovilistas o claramente retrógrados. Contrarios al Evangelio de Cristo, en una palabra, ya que nuestro Señor vino a traer redención y por ende dignidad para todas las personas, sin distinciones, ya sean judíos o griegos, libres o esclavos, hombres o mujeres.

Mucho nos tememos que quienes esgrimen torpemente las palabras de la Biblia para descalificar a las mujeres para el ministerio sagrado, estén sencillamente tergiversando el Evangelio en aras de unas posturas previas que no tienen nada que ver con el mensaje de Cristo, pues absolutizan puntos aislados del conjunto de la Biblia y pretenden trasvasar a nuestro mundo contemporáneo situaciones y condiciones propias de unas sociedades que hoy ya no existen.

Personalmente, doy muchas gracias a Dios de que en mi denominación haya mujeres pastoras, siervas del Señor consagradas al cien por cien a la proclamación de la Palabra y al servicio de la Iglesia, que siempre me han enriquecido con su mensaje y siempre me han edificado con los dones que el Espíritu Santo les ha dado para el crecimiento del cuerpo de Cristo.

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